miércoles, 22 de enero de 2014

España, dinero público, cuentas mentales y honestidad

En otros post he hablado de la prodigalidad con la que nuestros políticos emplean el dinero público y de la necesidad de llamarlo dinero del contribuyente para así tener una idea más clara de su origen y misión. En este quisiera hablarles de cómo podemos relacionar la actitud de los españoles hacia él con la Economía del Comportamiento. Y lo haré desde la perspectiva de los ingresos.
Los ingresos públicos proceden, básicamente, de los impuestos directos (IRPF) y los indirectos –fundamentalmente el IVA-. Cojamos los primeros y formulemos una sencilla pregunta ¿sabe usted cuánto paga en total al año por IRPF? ¿10.000, 20.000, 30.000€? La gran mayoría de los españoles, y especialmente de los asalariados, somos incapaces de responder a esta pregunta. La explicación la encontramos en lo que la Economía del comportamiento  denomina cuentas mentales separadas. La idea es muy sencilla: los impuestos son unos ingresos que nunca cobramos, una anotación contable en nuestra nómina de forma que con lo que realmente contamos cada mes es con los ingresos netos de impuestos. Es decir, que si yo gano 3.000€ brutos al mes y pago el 20% de IRPF lo que realmente me ingresan en el banco son 2.400€. Y ese es el dinero con el que cuento; los otros 600€ no los percibo como míos, están anotados en otra cuenta. Así, no es extraño que no nos preocupe su control, porque no los concebimos como nuestros, no sentimos que salen de nuestro bolsillo (en el que nunca entraron).
Esto además tiene una connotación adicional. Cuando llega junio y hemos de hacer nuestra declaración de la renta hacemos todo lo posible para pagar menos, incluso defraudamos un poquito. Supongamos que ganamos esos 2.400€ netos al mes, lo que supone unos ingresos brutos anuales de alrededor de los 40.000€ y que pagamos el tipo de 25%, lo que lo que nos da unos 10.000€/año. ¿Cuánto podemos defraudar, 500 o 600€? Un 5 o un 6%. El chocolate del loro pero que nos permite entender e incluso justificar a los defraudadores, donde se encuentran personajes como los Duques de Palma, Bárcenas, el PP… (presuntamente).
Pasemos a los impuestos indirectos. Sigamos suponiendo que nuestros ingresos son 40.000€/año, el IRPF 10.000 y que de los 30.000€ no ahorramos nada. Los 30.000 los dedicamos a consumo al que se aplica el tipo del IVA del 21%: 6.300€/año en concepto de IVA. ¿Cuánto podemos defraudar en IVA por no pagarlo en la reparación del fontanero, del electricista o incluso en la factura de nuestro abogado a los que pagamos en negro? ¿600€, el 10%?  Pues gracias a los 600€ que usted se ahorra, más los 600€ de muchos como usted, el electricista, el fontanero o el abogado están defraudando una cuantía muy importante al estado que tenemos que mantener entre todos –con 1.000.000 clientes como usted que pagan sin IVA los autónomos defraudarían 600.000.000€, que cobraría en negro y por los que pagaría 0 impuestos-. Es decir, que por ahorrarnos una miseria estamos fomentando un fraude fiscal masivo de esos autónomos.
Ahora viene la segunda parte. A ninguno de nosotros se nos ocurriría robarle la cartera a una ancianita. Ni tampoco ir a un hospital a sustraer el equipo médico, llevarnos las pizarras de las escuelas públicas o distraer un banco de un parque. Y sin embargo, ese es el resultado que obtenemos cuando no pagamos los impuestos que debemos para financiar las pensiones, los hospitales o los colegios.
Nuevamente la Economía del Comportamiento  tiene una explicación para esto, y se basa en nuestra relación con la honestidad. Y es que cuanto más distancia hay entre el que sufre nuestra falta de honestidad y nosotros más fácil es auto-engañarnos y considerarnos honrados sin serlo. Así, es verdad que no le robamos directamente a la anciana, pero nos escaqueamos de pagarle parte de su pensión cuando defraudamos a Hacienda. Piénselo la próxima vez que demanda sanidad o educación gratuita. ¿Cómo contribuye usted a que se financie con los impuestos?
Ahora seguramente me dirán que no pagamos porque los que manejan el dinero público son unos chorizos, porque lo utlizan con total prodigalidad en favor de sus intereses, porque los ricos pagan menos… Pero esa no es una razón. El porque todos roban yo también robo no es una justificación. Seamos honestos, cumplamos con nuestras obligaciones y exijamos nuestros derechos, que todos paguen.
Por cierto, que el hecho de que la Economía del Comportamiento explique tan bien la conducta de los españoles es probablemente la razón por la que no se incluye en los programas de Economía de las universidades. No sea que acabemos entendiendo lo que pasa.

© José L. Calvo, 2014

martes, 14 de enero de 2014

Economista: una profesión con falta de credibilidad

A estas alturas de la crisis parece innegable que los economistas estamos en entredicho. Desde mi perspectiva, cuatro son al menos las vías por la que la profesión de economista se ha convertido en una de las más denostadas de nuestra sociedad –tras los políticos-.
En primer lugar, el engreimiento. Mientras la Economía fue una ciencia social más que analizaba el comportamiento de los seres humanos y trataba de buscar soluciones a sus problemas nos comportábamos con humildad, siendo conscientes de que la capacidad de nuestras propuestas estaba muy condicionada por ese componente social, emocional, irracional si quieren, de los individuos y las sociedades. Éramos, como ya he dicho otras veces, una ciencia descriptiva que como mucho aspiraba a ser prescriptiva. Pero a partir de un determinado momento los economistas decidimos abandonar ese terreno social para autodefinirnos como una ciencia normativa, buscando leyes universales de funcionamiento de la Economía. Los individuos no importaban –eran agentes- y era posible obtener reglas aplicables en cualquier situación. La más importante –y por ello la que ha resultado más estúpida- la de que los mercados son la solución a todo
La segunda motivación está directamente derivada de esta. Las reglas universales no han funcionado, y ni fuimos capaces de prevenir la crisis –como profesión que algunos sí lo hicieron- ni hemos aportado casi nada para salir de ella –y en muchos casos las aportaciones han sido para hacerla más profunda-. Porque desengañémonos, las políticas económicas que se han aplicado tienen más de sentido común que de rigor científico: que no se podía mantener el despilfarro de Grecia o España; que era básico controlar las finanzas públicas porque el estado es como una casa y no se puede gastar siempre más de lo que se gana; que había que pinchar la burbuja inmobiliaria porque no había gente para tanto piso… era algo que veía cualquiera, sin ser necesarios años de estudio ni grandes modelos teóricos y econométricos. Y de hecho, la lógica también se impone cuando se afirma que no es posible seguir “ad infinitum” con políticas estrictas de ajuste si no se desea llegar a una recesión mundial –por eso Obama le ha dicho al políglota Rajoy que muy bien los ajustes y su liderazgo pero que lo importante es crear empleo, porque si no hay quien compre no sé quién va a vender-.
En tercer lugar un artículo publicado en El Confidencial  por Daniel Mediavilla pone el dedo en una llaga que lleva mucho tiempo abierta: la falta de rigor de muchas de las investigaciones científicas en Economía. Para no extenderme lo que el artículo refleja es que en numerosas investigaciones las conclusiones se ven refrendadas por los datos que usa el investigador pero refutadas por otros –lo que en la profesión llamamos pinchar los datos, y de lo que sabía mucho Milton Friedman-, por lo que este, presionado por publicar, opta por ocultar los datos. Y al mismo tiempo, se produce lo que se denomina sesgo de confirmación, en el sentido de que las revistas científicas tienden a publicar lo que va a favor de corriente y a rechazar todo lo que critica el estatus quo establecido.
Finalmente, y lo que para mí es más doloroso, la profesión de economista está justificando lo injustificable y “barriendo” a favor del más fuerte. Cuando yo comencé a estudiar Economía mi objetivo era mejorar la sociedad, aprender y construir con el fin de que aumentase el bienestar de todos y cada uno de los ciudadanos. Pero siento que hemos traicionado ese objetivo. Que nos hemos aliado con el poder y –como profesión- justificamos sus actuaciones, la gran mayoría de las cuales van detrimento de ese objetivo de mejora del bienestar colectivo. Porque hasta ahora ningún colega ha conseguido explicarme por qué ha sido necesario perder 12.000 millones de euros de todos los españoles en Catalunya Caixa o 15.000 en la CAM, por poner los ejemplos más cercanos en el tiempo, pero no hemos podido gastar 1.000 millones en salvar Fagor o debemos dejar en la calle a muchos ciudadanos honrados que no pueden pagar su hipoteca y en la indigencia a otros que han perdido su empleo. ¿Cómo es posible que estemos justificando que bajen los salarios, que aumenten los beneficios, que los bancos vuelvan a números negros mientras una parte importante de la sociedad española está en números rojos y tiene una perspectiva futura muy negativa?.
Yo, como economista, siento vergüenza de esta profesión. Mucho tendremos que cambiar para que la sociedad vuelva a confiar en nosotros.

© José L. Calvo

lunes, 6 de enero de 2014

La generación que vivirá peor que sus padres

A los periodistas les gustan los titulares. Por ese motivo muchos de ellos lanzan frases grandilocuentes sin analizar realmente si lo que dicen tiene algún fundamento. Dentro de estas se encuentra una de la que se ha hecho eco mucha gente y algunas televisiones y formaciones políticas de izquierda: la próxima generación vivirá peor que sus padres. Pero, ¿es esto cierto? Analicémoslo en detalle.
En primer lugar habría que saber qué generación. Si estamos hablando de los menores de 25 años entonces lo que estamos haciendo es una labor de pitonisas económicas. Es imposible predecir qué sucederá dentro de 20 o 25 años, especialmente si tenemos en cuenta que además de una crisis económica estamos viviendo una revolución tecnológica. Jugar a adivinos es, cuando menos, arriesgado –si no estúpido-.
Si nos referimos a la generación que tiene entre 25 y 40 años entonces sus padres pertenecen a mi generación (por encima de la cincuentena). Y para estos ha habido un poco de todo. Les contaré mi propia experiencia.
Procedo de un pueblecito de León con cerca de 3.000 habitantes en el que vivía unos cuatro meses al año. Hasta muy avanzada mi adolescencia –13 o 14 años-  no teníamos agua corriente y las calles estaban sin asfaltar; comíamos cocido todos los días, ya fuera invierno o verano; no había calefacción y calentábamos la cama con un ladrillo o una bolsa de agua caliente; la bicicleta la heredábamos o la compartíamos, y jugábamos al fútbol con las mismas zapatillas –las bambas- que llevábamos todo el verano. Conocí el mar aproximadamente a esa misma edad, en la primera excursión larga que hice con el colegio.
En mi juventud los veranos seguían siendo el pueblo, al que iba a ayudar a mis tíos en el campo –con carros tirados por vacas y bueyes-. Y yo no era una excepción: todos mis amigos, estudiantes como yo, trabajaban los veranos, ya fuera en la construcción, la tejera, la panadería…
Empecé a trabajar a los dieciocho años escribiendo a máquina en el Grupo Parlamentario Comunista –gracias Curiel- compatibilizándolo con la carrera. No tenía fines de semana, porque el domingo tocaba puesto en el Rastro. Mi primer coche fue un escarabajo de ni se sabe qué mano, que compartía con mi hermana. Viví la movida madrileña tomando cañas solo los fines de semana, pagando no todas y colándonos en algunos conciertos. Y mis primeras vacaciones en el extranjero fueron a Portugal en tienda que campaña.
Les puedo asegurar que no cambiaría esa infancia ni mi juventud por nada del mundo. Fui feliz.
Es cierto que en los últimos 15 o 20 años la situación ha mejorado mucho. Que mi vida, como la de la gran mayoría de los españoles, ha experimentado un cambio radical en ese período. Que mi pueblo ni se parece a aquél por el que corría en mi niñez. Que tengo coche, moto y casa propios –con hipoteca-. Que hemos llegado a un estadio de desarrollo espectacular si lo comparamos con el que partíamos. Pero es bueno no olvidar ese origen.
Decir que nuestros hijos vivirán peor de lo que hemos vivido nosotros es una soberana estupidez. Pero sí es verdad que tendrán que aprender algunas lecciones que no estaban en su temario: que los derechos se conquistan y defienden, tales como la educación y la salud pública, el derecho al aborto…; que el capitalismo no es una sociedad en la que ganan todoswin-win-, exigiéndole explicaciones a los que les engañaron cuando lo afirmaban –lo socialdemócratas-; y sobre todo, que el lema que ha imperado en estos últimos tiempos, aquel que muere con el mayor número de juguetes vence, debe ser sustituido por otro más sensato que rigió la infancia y juventud de sus padres: no es más rico el que mucho tiene sino el que poco necesita.

© José L. Calvo, 2014

jueves, 2 de enero de 2014

Menos opiniones y más soluciones

Como ocurre todos los años, el comienzo de 2014 está cargado de buenas intenciones. Muchos decidirán que deben apuntarse al gimnasio, que va a hacer dieta, que no van a ser tan bordes con sus compañeros de trabajo… Yo tengo una propuesta para el conjunto del país: menos opiniones y más soluciones. Me explico.
Estoy harto de que me expliquen qué ha pasado en la crisis. De que Wyoming, Jordi Évole y en general toda La Sexta hayan hecho de la crisis una forma de vida –y de obtener ingresos- explicándonos cómo los bancos nos ha robado; que los políticos han sido sus cómplices; que estos últimos, junto con los sindicatos, son un corruptos; que las Comunidades Autónomas y el Estado han dilapidado el dinero público en obras faraónicas a mayor gloria del politiquillo de turno; que han socializado las pérdidas y que las deudas de esos mafiosos las vamos a pagar entre todos –pobres y clase media, los ricos por supuesto que no, para eso están el PP y el PSOE-. Ya lo sé, ya me he enterado. Muy bien ¿y ahora qué? ¿Hacemos algo o seguimos llorando por las esquinas?
Basta de explicaciones y busquemos soluciones. No pueden volver a repetirse situaciones como la de la última manifestación a la que asistí en defensa de la educación y la sanidad pública. En ella los participantes o eran muy jóvenes o bien superaban, en muchos casos con creces, la cincuentena; la gran mayoría de nosotros o éramos profesionales de la educación (profesores) o de la sanidad (médicos, enfermeras y algunos de limpieza). No vi ni un solo cartel de las APAs, ni una sola asociación de personas dependientes, ninguna de pacientes, tampoco había representación de los parados… ¿Dónde están? ¿A qué esperan? ¿De verdad creen que sus problemas se van a resolver por las buenas?
Ha llegado el momento de pasar a la acción. De salir a la calle en defensa de la sociedad española; de dejarnos de debates estériles en el sillón de casa y de lamentarnos. Es la hora de que la izquierda de verdad tome la calle (no esa izquierda que se arrellana en su escaño y que ya no recuerda de dónde surgió); de crear y apoyar iniciativas como las de la Plataforma Antidesahucios, de Doafund… de agruparnos para arrebatar a los partidos establecidos la representación de la sociedad y hacer propuestas constructivas en beneficio de la mayoría. Es el momento de aprender de los griegos, los portugueses… de introducir impuestos a los ricos, de defender en la calle la educación, la sanidad, la investigación, de luchar contra la corrupción y los corruptos.
Como decía Gabriel Celaya –de quien sus correligionarios tienen mucho que aprender en lugar de ser tan pancistas- “a la calle que ya es hora de pasearnos a cuerpo y mostrar que pues vivimos anunciamos algo nuevo”. Si no, no nos extrañe que al final vuelva a ganar el poder establecido: los bancos, los corruptos, los ladrones…

© José L. Calvo