Las Matemáticas
son el nuevo dios, y los matemáticos sus profetas. Desde hace cierto tiempo la tecnificación de nuestras sociedades
occidentales -el resto no existe- ha llevado a pensar que una nueva especie, los
homos matematicus, han llegado para sustituir
a los seres humanos; que todo puede ser medido y calculado a partir de un
sistema de ecuaciones, de un algoritmo. Ellos definen cómo actúan los buscadores, saben
quién es alcohólico solo analizando las fotos de Instagram y gestionan
nuestras carteras
de inversión a través del trading algorítmico.
Este
planteamiento tecnocrático está basado en dos supuestos interrelacionados. El
primero es la regularidad estadística. Es decir, los algoritmos sirven para
cuando podemos suponer que todos los individuos se comportan igual -que cuando
hace frío la inmensa mayoría cogemos un abrigo o que cuando hace calor prácticamente
todos nos ponemos a la sombra y evitamos quemarnos, y que si alguno no se pone
el abrigo o se tumba al sol es porque está loco- para así poder utilizar el individuo
representativo y trabajar en medias. El otro supuesto
es que el comportamiento de los individuos es racional. Sí y
solo sí es posible aplicar la regularidad si suponemos la racionalidad.
Pero ¿qué sucede
cuando no somos racionales y se producen sesgos que no son aleatorios sino
sistemáticos? Keynes lo denominó Animal Spirits -hay también un libro
con ese nombre de G. Akerlof y R. Shiller, ambos premios Nobel de Economía en
2001 y 2013 respectivamente- y después de muchos años de batalla ha conseguido
filtrarse en las mentes de los economistas, dando origen a la Economía
del Comportamiento -que cuenta con varios premios Nobel, entre ellos
los de los últimos años: R. Thaler en 2017 y P. Romer en 2018-.
Suponer
racionalidad en un contexto irracional no solo es un error de concepción, sino
que agrava los problemas y puede llevar a grandes crisis: la Gran
Depresión de 1929 y la Gran Recesión de 2007 no son más que
dos dramáticos ejemplos. En una situación en la que los individuos se comportan
de manera irracional, bien sea por exuberancia irracional
-también da nombre a un libro de R. Shiller- o por miedo ante una perspectiva
futura negativa, los “parámetros” del algoritmo amplifican los efectos de ese
comportamiento irracional, generando burbujas e incrementando la euforia o ahondando
la crisis.
No estoy negando
la utilidad de los algoritmos, ni mucho menos. Creo que son un gran instrumento
de predicción en situaciones estables, pero cuando estas se vuelven
inestables no funcionan y agravan el optimismo/pesimismo. Además, por muy complejos que se vuelvan no parece
muy posible a corto plazo replicar el funcionamiento de un cerebro humano ni el
de una sociedad a través de un conjunto de ecuaciones. Y mientras eso no sea
posible los algoritmos serán útiles, pero deben ser manejados con sentido común
y no seguidos a “pies juntillas” como unas nuevas tablas de la ley.
Si ya hemos
admitido que no somos racionales y que nuestro pensamiento está sesgado
sistemáticamente, ¿por qué seguir insistiendo en que imponer la racionalidad? Ni
existe el homo economicus ni el homo matematicus. Por suerte los seres
humanos somos predeciblemente irracionales.
© José L. Calvo, 2018