lunes, 22 de octubre de 2018

Animal Spirits. No todo está en un algoritmo


Las Matemáticas son el nuevo dios, y los matemáticos sus profetas. Desde hace cierto tiempo la tecnificación de nuestras sociedades occidentales -el resto no existe- ha llevado a pensar que una nueva especie, los homos matematicus, han llegado para sustituir a los seres humanos; que todo puede ser medido y calculado a partir de un sistema de ecuaciones, de un algoritmo. Ellos definen cómo actúan los buscadores, saben quién es alcohólico solo analizando las fotos de Instagram y gestionan nuestras carteras de inversión a través del trading algorítmico.
Este planteamiento tecnocrático está basado en dos supuestos interrelacionados. El primero es la regularidad estadística. Es decir, los algoritmos sirven para cuando podemos suponer que todos los individuos se comportan igual -que cuando hace frío la inmensa mayoría cogemos un abrigo o que cuando hace calor prácticamente todos nos ponemos a la sombra y evitamos quemarnos, y que si alguno no se pone el abrigo o se tumba al sol es porque está loco- para así poder utilizar el individuo representativo y trabajar en medias. El otro supuesto es que el comportamiento de los individuos es racional. Sí y solo sí es posible aplicar la regularidad si suponemos la racionalidad.
Pero ¿qué sucede cuando no somos racionales y se producen sesgos que no son aleatorios sino sistemáticos? Keynes lo denominó Animal Spirits -hay también un libro con ese nombre de G. Akerlof y R. Shiller, ambos premios Nobel de Economía en 2001 y 2013 respectivamente- y después de muchos años de batalla ha conseguido filtrarse en las mentes de los economistas, dando origen a la Economía del Comportamiento -que cuenta con varios premios Nobel, entre ellos los de los últimos años: R. Thaler en 2017 y P. Romer en 2018-.
Suponer racionalidad en un contexto irracional no solo es un error de concepción, sino que agrava los problemas y puede llevar a grandes crisis: la Gran Depresión de 1929 y la Gran Recesión de 2007 no son más que dos dramáticos ejemplos. En una situación en la que los individuos se comportan de manera irracional, bien sea por exuberancia irracional -también da nombre a un libro de R. Shiller- o por miedo ante una perspectiva futura negativa, los “parámetros” del algoritmo amplifican los efectos de ese comportamiento irracional, generando burbujas e incrementando la euforia o ahondando la crisis.  
No estoy negando la utilidad de los algoritmos, ni mucho menos. Creo que son un gran instrumento de predicción en situaciones estables, pero cuando estas se vuelven inestables no funcionan y agravan el optimismo/pesimismo. Además, por muy complejos que se vuelvan no parece muy posible a corto plazo replicar el funcionamiento de un cerebro humano ni el de una sociedad a través de un conjunto de ecuaciones. Y mientras eso no sea posible los algoritmos serán útiles, pero deben ser manejados con sentido común y no seguidos a “pies juntillas” como unas nuevas tablas de la ley.
Si ya hemos admitido que no somos racionales y que nuestro pensamiento está sesgado sistemáticamente, ¿por qué seguir insistiendo en que imponer la racionalidad? Ni existe el homo economicus ni el homo matematicus. Por suerte los seres humanos somos predeciblemente irracionales.  
© José L. Calvo, 2018