Según Dan Ariely, vivimos simultáneamente en dos mundos distintos: uno el que prevalecen las normas sociales, y otro donde son las normas mercantiles las que marcan la pauta. O dicho de otra forma, una parte de nuestra vida es retribuida por medio del dinero, mientras que en la otra parte somos recompensados con emociones y sentimientos. Y es muy importante no confundirlas ni mezclarlas. Un ejemplo muy sencillo: se ha demostrado que la gente desea donar sangre (retribución emocional) pero no la daría si le pagasen por ello.
La actual crisis y muy especialmente las políticas económicas aplicadas primero por el PSOE y mucho más gravemente por el PP han roto muchos de los contratos sociales en los que se basaban las relaciones en España y los han transformado en mercantiles. Tres ejemplos: pobreza, sanidad y educación.
Para un país en el que todavía vive una generación que sufrió la devastación posterior a la Guerra Civil el que nunca más se repitiesen situaciones de pobreza era un contrato social. No dejar a nadie detrás, que ningún español tuviese que mendigar o emigrar en las mismas condiciones –o peores- que ellos en los años 50 y 60 de pasado siglo era una obligación moral de la sociedad. Por eso mismo ver cómo los sucesivos ministros de economía, hacienda, trabajo… lo convierten todo en una cuestión de dinero les supone una transformación de una norma social en otra mercantil, produce una frustración social difícilmente solventable.
Si algo ha medido el progreso de la sociedad española han sido la sanidad y la educación pública. Desde la época del dictador en que se creó la Seguridad Social esta ha venido funcionando como un contrato social. Todos aportábamos una cuantía mensual a ese pozo común para que lo utilizasen aquellos que lo necesitaban, ya fuese para su salud, para su pensión justamente ganada o bien porque habían perdido su empleo. Nadie ponía en duda ni su necesidad ni su universalidad o su aportación. Era el bien común. Por eso ver cómo los sucesivos gobierno socialista-populares sustituyen ese contrato social por criterios mercantiles –primero recortando las prestaciones y luego privatizándola no por la mejora de su gestión sino para dárselo a los amiguetes- introduce una segunda fuente de frustración social.
El caso de la educación es muy similar al de la sanidad. Una enseñanza pública y universal en los primeros estadios junto con una Universidad a un coste accesible para los hijos de los obreros eran objetivos comunes de una sociedad que durante siglos vio cómo la educación la disfrutaban en exclusiva las clases pudientes. Nuevamente era un acuerdo social cuya necesidad nadie discutía. Aquí la actuación fue mucho más sibilina y, en esa medida, mucho más cruel. Sobre todo porque una parte muy importante de su destrucción ha corrido a cargo de gobierno teóricamente de izquierdas –nunca incluiré a los socialistas dentro de la izquierda-. Primero fueron los colegios concertados, dando recursos al sector privado, y posterior los recortes de dinero a la escuela pública –que no a la concertada e incluso a la que defiende la segregación por sexo- y los tasazos en la Universidad, los que han roto este último contrato social. La enseñanza pública se está convirtiendo cada vez en más marginal y la universidad vuelve a ser para los pudientes.
La frustración social tiene resultados impredecibles. Una sociedad asentada solo sobre principios económicos y sin contratos sociales puede estallar fácilmente en cualquier dirección.
Puede parecer que está dentro de la lógica del devenir de los tiempos. Que la evolución de la sociedad nos lleva a convertir contratos sociales en mercantiles. Que todo debe estar dominado por el dinero, como ocurre en las sociedades capitalistas más desarrolladas. Y, sin embargo, en estas últimas sucede todo lo contrario. Citando nuevamente a D. Ariely, el dinero resulta ser con mucha frecuencia la forma más cara de motivar a la gente. O como dice Woody Allen (por introducir una nota de humor) no hay sexo más caro que el sexo gratuito.
La actual crisis y muy especialmente las políticas económicas aplicadas primero por el PSOE y mucho más gravemente por el PP han roto muchos de los contratos sociales en los que se basaban las relaciones en España y los han transformado en mercantiles. Tres ejemplos: pobreza, sanidad y educación.
Para un país en el que todavía vive una generación que sufrió la devastación posterior a la Guerra Civil el que nunca más se repitiesen situaciones de pobreza era un contrato social. No dejar a nadie detrás, que ningún español tuviese que mendigar o emigrar en las mismas condiciones –o peores- que ellos en los años 50 y 60 de pasado siglo era una obligación moral de la sociedad. Por eso mismo ver cómo los sucesivos ministros de economía, hacienda, trabajo… lo convierten todo en una cuestión de dinero les supone una transformación de una norma social en otra mercantil, produce una frustración social difícilmente solventable.
Si algo ha medido el progreso de la sociedad española han sido la sanidad y la educación pública. Desde la época del dictador en que se creó la Seguridad Social esta ha venido funcionando como un contrato social. Todos aportábamos una cuantía mensual a ese pozo común para que lo utilizasen aquellos que lo necesitaban, ya fuese para su salud, para su pensión justamente ganada o bien porque habían perdido su empleo. Nadie ponía en duda ni su necesidad ni su universalidad o su aportación. Era el bien común. Por eso ver cómo los sucesivos gobierno socialista-populares sustituyen ese contrato social por criterios mercantiles –primero recortando las prestaciones y luego privatizándola no por la mejora de su gestión sino para dárselo a los amiguetes- introduce una segunda fuente de frustración social.
El caso de la educación es muy similar al de la sanidad. Una enseñanza pública y universal en los primeros estadios junto con una Universidad a un coste accesible para los hijos de los obreros eran objetivos comunes de una sociedad que durante siglos vio cómo la educación la disfrutaban en exclusiva las clases pudientes. Nuevamente era un acuerdo social cuya necesidad nadie discutía. Aquí la actuación fue mucho más sibilina y, en esa medida, mucho más cruel. Sobre todo porque una parte muy importante de su destrucción ha corrido a cargo de gobierno teóricamente de izquierdas –nunca incluiré a los socialistas dentro de la izquierda-. Primero fueron los colegios concertados, dando recursos al sector privado, y posterior los recortes de dinero a la escuela pública –que no a la concertada e incluso a la que defiende la segregación por sexo- y los tasazos en la Universidad, los que han roto este último contrato social. La enseñanza pública se está convirtiendo cada vez en más marginal y la universidad vuelve a ser para los pudientes.
La frustración social tiene resultados impredecibles. Una sociedad asentada solo sobre principios económicos y sin contratos sociales puede estallar fácilmente en cualquier dirección.
Puede parecer que está dentro de la lógica del devenir de los tiempos. Que la evolución de la sociedad nos lleva a convertir contratos sociales en mercantiles. Que todo debe estar dominado por el dinero, como ocurre en las sociedades capitalistas más desarrolladas. Y, sin embargo, en estas últimas sucede todo lo contrario. Citando nuevamente a D. Ariely, el dinero resulta ser con mucha frecuencia la forma más cara de motivar a la gente. O como dice Woody Allen (por introducir una nota de humor) no hay sexo más caro que el sexo gratuito.
© José L. Calvo, 2013